domingo, 29 de enero de 2017

Rigoletto - Acto I / Escena II

Para leer la primera escena del Acto I, pulsa aquí

Comienza la segunda escena, y menos mal, porque ya era hora de que pasara algo realmente interesante; en la primera mucha fiestecita y mucha maldición, pero de sustancia, nada de nada. Y además, menos mal que empieza la segunda escena  porque por fin vamos a comprender cuál es el verdadero drama de Rigoletto.
Porque Rigoletto, hora es ya de decirlo, no es la historia de un duque de coeficiente intelectual negativo, ni la de unos cortesanos cornudos o no o sí, ni siquiera la de un pobre y triste bufón resentido hasta con la receta de la crema catalana. Según todos los últimos exégetas importantes de la obra, reunidos en un discopub de la provincia de Milwaukee, Rigoletto es sobre todo la historia de una mujer con nombre de aperitivo en vinagre. Porque lo que el cortesano Marullo, que es el que había descubierto a la amante de Rigoletto, no sabe (bueno, una de las muchísimas cosas que el cortesano Marullo, pobrecillo mío, no sabe) es que en realidad, la chica no es la amante de Rigoletto, sino su hija. Rigoletto la oculta para que en la corte no sepan de su existencia y la corrompan irremediablemente. La criatura se llama Gilda y, como es natural, odia a su padre. Bueno, como es natural no, le odia muchísimo más de lo que es natural en una hija, y no porque la tenga encerrada en casa sin salir más que a la iglesia, que eso a ella la trae al fresco, pues se escapa en cuanto su padre le da la espalda, lo que dado el tamaño de la misma es prácticamente siempre; odia a muerte a su padre porque no tiene otro remedio que odiar al hombre que le puso nombre de banderilla cuando ella es antitaurina hasta la médula. Si la ópera no transcurriera en el año que atacaron, la chiquilla se podría consolar poniéndose y quitándose unos guantes largos y cantando sensualmente, pero como el cine aún no se inventado, pues la pobrecilla siente como si fuera todo el día por ahí con un palillo clavado en salva sea la parte, apestando a vinagre y rematada por una piparra. Con lo alérgica que es ella a las piparras, encima. Entre todo esto y que está en una edad tontísima, pues ya les digo, odio feroz a la figura paterna y rebelión al canto. Y la rebelión la encuentra en la iglesia, donde desde hace unos meses viene coincidiendo con un buen mozo que la mira con cara de rodaballo al horno.  La pobre desventurada no se imagina que el mozalbete no es otro, como es lógico y natural, que el duque, y ya la tenemos liada, porque Gilda es mucha Gilda y no hay barítono capaz de contenerla cuando decide salirse con la suya. 

Gilda, recién llegada de la iglesia.


Bueno, pues la escena comienza con Rigoletto llegando a casa todo azorado por la dichosa maldición de Monterone, que no le da pero que nada de buena espina porque, como barítono verdiano bregado en mil batallas canoras, sabe perfectamente que las maldiciones en las óperas suelen dar un resultado fatal. Al llegar a casa, observa que en la acera de enfrente hay instalado un puestecillo como de niños hostiables de película americana vendiendo limonada por cinco centavos, y dado que viene sofocadísimo por la dichosa maldición, se acerca a por un vaso de refresco con la esperanza de que la receta incluya algún ingrediente con más de 135 grados de alcohol etílico, que es lo que le pide el cuerpo en este momento. Pero el pobre bufón se queda compuesto y sin limonada, porque en el puestecillo no ofrecen bebidas refrescantes sino asesinatos, que ahora que lo pienso pueden resultar igual de refrescantes, sobre todo en algunos libretos que me vienen ahora mismo a la mente.  El vecinito en cuestión atiende al nombre de Sparafucile. Reflexionen ustedes un momento y tomen conciencia de que eso que quiere decir que sus santos progenitores, con sus santos perendengues pero que muy bien puestos, habían bautizado a la criaturita como “Disparafusiles”, que es lo que quiere decir el nombre de marras, y que no creo yo que fuera justamente el santo del día. Vamos, que los padres eran unos personajes de ópera de tomo y lomo, y claro, con ese nombre está claro que el niño no se iba a dedicar a la observación ornitológica precisamente. Así que una vez que se hubo cargado a todos los personajes de su ópera, se vino a esta para seguir con su afición, y ahí nos lo encontramos, ofreciéndole a Rigoletto sus servicios como quien se ofrece a sacar a pasear al perro o a pintarle la valla del jardín. Todo muy normal en Mantua, vamos. Y para que no desconfíe, le dice que no se preocupe, que los mata en casa. En su casa. En la de él, porque que le ayuda su hermanita, que es una chica muy buena y muy limpia y de toda confianza. Una suripanta de muchísimo cuidado, traducido a román paladino, que en vez de sacarse la ESO se dedica a bailar seductoramente y atrae a los maromos a su humilde decorado de solteros donde el hermano se los carga por un módico precio. Y como son nuevos en la ciudad, pues han montado el tenderete publicitario para irse haciendo un nombre y una clientela selecta. 


Sparafucile, de gira promocional.


Tras cogerle una tarjeta de visita al simpático asesino por si las moscas, Rigoletto entra en su casa y allí está Gilda en plan flamenco esperándole, y aprovechan para tener una escena padre - hija de lo más deprimente, porque el bufón, que no se ha leído ni siquiera el primero de los treinta y siete libros imprescindibles para la paternidad responsable y respetuosa con el medio ambiente de los teatros de ópera, lo único que sabe decirle a su nenita es que no salga a la calle ni a cobrar una herencia. Por no decirle, no le dice ni cómo se llama. Cómo se llama él, porque lo del nombre de ella es demasiado doloroso como para discutirlo en esta escena. Así que se tiran veinte minutos conque no salgas no salgas no salgas y ella que no, que no salgo, pesado, y él vale, pero tú no salgas no salgas y no salgas. Un muermo que ella intenta romper preguntándole por su madre, y ahí él le dice que su madre era un ángel, que era buenísima, la bondad personificada, y claro, como esa misma conversación la tienen todas las noches varias veces, Gilda lo único que quiere es rajarse la falda, ponerse un turbante y echarse al cuplé de lo aburrida que está de la vida. 

 
Gilda y Rigoletto intercambian puntos de vista.

La cosa se anima un poco porque aparece nada menos que el duque, que pasaba por allí de vuelta de las rebajas de la tienda de cilicios, y como ha comprado tanto instrumento de martirio, pues decide entrar a descansar un momento en una casa cualquiera, que para eso es el duque. Evidentemente es todo mentira, bueno, lo de los cilicios no, eso es verdad, pero lo de que pasara por allí no se lo cree ni el conserje del teatro, porque en realidad ha seguido a Gilda y ha sobornado a Giovanna, la criada (que como es la criada es la única que tiene un nombre un poco normal de toda la ópera), pero se ha montado la película anterior por si le descubren. Así que se esconde en el jardín y ahí es donde se da cuenta de que Gilda es hija de Rigoletto, y aprovecha para hacer unos cuantos aspavientos pensando en cuantísimos pecados mortales está cometiendo de una sola vez y relamiéndose con las brutales penitencias que se autoimpondrá (o que su verdugo de confianza le autoimpondrá, según tenga el día). 

El duque, redimiéndose sin parar.


Rigoletto se marcha a unos recados que tiene que hacer, y Gilda se queda sola con Giovanna, y le cuenta la historia del mozo al que ha visto en la iglesia, y se queda de feldespato cuando el mismísimo mozo sale de detrás de un árbol jurándole amor eterno como solo puede jurar amor eterno un tenor de ópera italiana. La chica es un puro torbellino de pasiones encontradas, y duda durante al menos dos segundos antes de arrojarse en brazos del galán, y mientras lo hace, la chica vuelve a su famosa obsesión y le pregunta su nombre, y él, pillado en un renuncio, le suelta lo primero que se le ocurre y le dice que se llama Gualtier Maldé. Gilda, en un primer momento, se consuela un poco pensando que hay nombres aún más idiotas que el suyo, pero luego le da la risa, y se acaban riendo hasta en Il trovatore del nombrecito dichoso, pero el chico no da para más, el riego le llega apenas para dar agudos, como para inventar nombres que no parezcan de personaje de baraja infantil. Un drama. 

Gilda le explica a Giovanna lo profundo de su amor.


En esas están cuando se oyen pasos fuera de la casa, y resulta que son los sosipancos de los cortesanos, con Marullo y Ceprano a la cabeza, que vienen a secuestrar a Gilda pensando que es la amante de Rigoletto y no su hija. Van de incógnito y en plan como misterioso, lo que viene a ser haciendo el merluzo pero en el ámbito de la lírica. Se ponen a conspirar como locos, y en esto que aparece el mismísimo Rigoletto, que ya ha hecho sus recados y vuelve a casa y se encuentra a la alegre muchachada haciendo el panoli, y cuando les pregunta qué hacen allí, improvisan y le cuentan que van a secuestrar a la mujer de Ceprano. A Rigoletto le viene inmediatamente una pregunta a la cabeza, y es que a ver qué hacen en la puerta de su casa si van a secuestrar a la mujer de Ceprano, pero se guarda muy mucho de decir nada, pues en todos los teatros del mundo se sabe la terrible historia del barítono que hacía preguntas incómodas, del tipo “¿Por qué puñetas Germont no le cuenta a Alfredo la verdad sobre Violetta después de que le monte el numerito en la fiesta en vez de esperar a que el mozo se vaya a las quimbambas y tener que hacerlo todo por carta, que hay que ver cómo está el correo en estas épocas y entre que te escribo y me contestas y te vuelves a París se nos muere la tísica esta?”. Rigoletto no quiere acabar como aquel barítono, teniendo que dedicarse a cantar recitales de lied, qué horror, así que se deja las preguntas lógicas para otro día y se pone a hacer el memo con los cortesanos, que le piden que les ayude a secuestrar a la Ceprana, y él, pues hale, noche de secuestros. Lo de no darse cuenta de que no es que reine una gran oscuridad sino que le han vendado los ojos, ya es para nota, pero vuelve a pensar en tristes y lánguidas audiencias escuchando el mismo lied de Schubert veinticuatro veces y haciéndose los exquisitos, y traga con lo que haya que tragar, y para cuando se quiere dar cuenta ya es demasiado tarde, y ha contribuido a secuestrar a su propia hija. Claro que al fin y al cabo él la tenía prácticamente secuestrada en casa, pero en un momento así no se va a parar en chorradas semejantes, lo que procede es dar un par de alaridos que retumbe todo el teatro y desmayarse mientras cae el telón. 

Los cortesanos poniéndose en modo secuestro.

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